domingo, 27 de noviembre de 2011

Aquello que os debía.

En Madrid hace tiempo que ha anochecido, y aunque la ciudad esté ahora más despierta que nunca, alguien tiene que coger un vuelo temprano mañana.
Pero como siempre, Morfeo no me visita cuando más lo necesito, y de mi habitación de hotel sigue saliendo luz y humo pasadas las tres de la mañana.
Vestida, me acuesto en la cama sin deshacer.  En la mesilla, la botella de ginebra del viernes, una libreta, y una notita de esas dos hermanas mías con las que no tengo familia en común.

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Y se me viene a la cabeza ese reencuentro con ellas. Y cómo nos abrazamos, y cuánto las echaba de menos.
Pero ese no fue mi único (re)encuentro del día.
Y entonces recuerdo,...que le debo algo a alguien.

Gracias, memoria, por seguir dándome razones para mantenerme despierta.
En fin, de perdidos al río. Vacío de un sorbo una botella negra que llevaba abierta en el suelo desde el viernes, y me meto en la boca un par de macarons que compré para una amiga.

Cierro los ojos, e intento discernir todas las emociones de aquel par de horas para poder ponerlas en negro sobre blanco sin que suenen a topicazo, o a dramatismo, o a tablón de tuenti.

Algo me dice que no lo he conseguido, pero por suerte la misma vocecita irracional me hace creer que vosotros sabréis leer más allá, y con eso me basta.

Para todos los demás, da igual, esto no es más que una (otra) historia, en el sentido más peyorativo de la palabra.



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Resulta que era sábado, y en Madrid hacía frío, aunque ella, en fin, digamos que ya no sentía nada. Con su tobillo aún quejándose de los restos de un esguince, recorrió un par de distritos en tacones para empaparse de las calles, la gente, y los locales de la ciudad que hace un par de años la enamoró.

En cada tienda, revivió la pasión por eso que llama el octavo arte, y hizo una paradita en Serrano 34 sin quitarse a Julia de la cabeza.
Iba a tiro fijo, pero dio vueltas por la tienda durante una media hora, charlando con la encargada, con una clienta, hasta con un par de zapatos. Soñando con bailar sobre ellos con el hombre sobre cuyas iniciales descansaba su talón. Soñando con cabalgar vestida de blanco en aquel antro de los setenta.

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Aún sin saber si estaba en Madrid o en la Calle 54, y tras un rápido té con leche en el Starbucks más cercano, corrió a meterse en ese mundo subterráneo paralelo para encontrarse con ellos.

Bien, creo que es hora de parar con los indefinidos (a veces me paso con los ese-s y aquel-es)

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Y ahí estaba ella. En Ventura Rodríguez, consumiendo Marlboros light y ojeando revistas compulsivamente. Nerviosa como un novio que espera ante el altar a una novia que se hace de rogar.
Entonces, así como veinte minutos más tarde, ve un par de nucas de dos personas que suben la escalera. Y se dan la vuelta, buscando.

Oh.
Cómo actúo? cómo sonrío? cómo saludo? qué digo?
Beso. Beso.
¡Qué alto!
No me lo creo.
Y no sé si ellos tampoco, porque casi no les dejo hablar. Qué le voy a hacer, siempre me pasa.
Igual son nervios, igual es ese subconsciente mío que teme que si les dejo hablar se me caiga el mito. Pobre ignorante, mi subconsciente.


El brunch, por mucho que no fuera junto a la ventana, estaba riquísimo. Y el sitio, más que perfecto para el encuentro. De esos sitios que, por más que sean conocidos, no dejan de ser especiales. No más de cuatro mesas, gente guapa pero no aparentona. Íntimo pero no demasiado. Vamos, como esos dos muchachos con los que estaba sentada a la mesa.

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El tiempo de conversación se me hizo corto. Qué digo corto, cortísimo. Y a cada tema que sacabais o sacaba se me aceleraba el corazón, pensando: ¿y si en esto no pensamos igual? ¿y si todo se cae así, puf, de repente?
Pero no. Me enamorasteis. Me enamorasteis de verdad. A cada palabra, y cada gesto. Cada opinión compartida, cada sonrisa de interés por mi historia confesada. Sé que os habrá parecido lo contrario, pero no soy de esas personas que se abren demasiado pronto, por mucho que me exponga en el blog. Pero sentía que debía poneros en contexto.

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El caso. Le dimos un último sorbo a la mimosa y nos fuimos. Entonces pasó lo de la cámara.
Lo de la cámara, me explico, es ese “llévala tú, no, llévala tú” que tantas noches de fiesta me tiene pasado. Al final, resultó que nadie tenía cámara. Y como sabe Dios cuando volveremos a vernos, y por muchas ojeras que yo llevase, aquel encuentro debía quedar probado al menos en una fotografía.
Diez euros y un curso de formación profesional exprés en el uso de cámaras desechables más tarde, logramos hacernos esa foto. Aunque no fuese en un lugar ni bonito ni underground. Pero vamos, que para bonitos nosotros, y para underground,.. qué se yo, la boca de metro de fondo.

Y allá nos fuimos, esta vez juntos, de nuevo al metro. A prisa, nos despedimos. Cargada con más bolsas que cuando los saludé, salté del metro con la esperanza de volveros a ver.
Quizás la próxima vez sea en un desfile, o en una fiesta en la embajada francesa, o pujando por el palacio de la Caye.
Mi más bonito recuerdo de este fugaz viaje a Madrid os lo guardo a vosotros.
Pablo y Bea, ha sido un placer.

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Y así llego a la última página del pequeño bloc de notas del hotel en el que escribo.
Sé que me quedará mucho por decir, pero por fin parece que el sueño viene a buscarme.
El regusto del champagne marida bien con un último macaron antes de dormir.
Mañana todo habrá parecido un sueño.


Bi.
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